Imágenes, imágenes, imágenes

De pequeño, cuando hojeaba las revistas, solía pensar que en algún lugar debía existir un mundo mágico donde todo pareciera -y fuera- perfecto. Podía ver imágenes de ese mundo en aquellas páginas, el aspecto humeante de habitaciones tenuemente iluminadas, cargadas de teatro, mientras las jóvenes modelos desfilaban en la sala luciendo diseños de moda. Ahí es donde se encuentran la emoción y la aventura, pensaba yo, en el mundo en que cada habitación es perfectamente decorada y el armario de cada mujer es escogido y combinado con osadía y delicadeza. Decidí que debía vivir mi propia aventura, y comencé a buscar enseguida aquellas habitaciones y aquellas mujeres. Y a pesar de que he descubierto desde entonces que lo romántico y la emoción raramente vienen de la mano de “sus” imágenes mostradas -normalmente lo real es lo contrario, la aventura se encuentra precisamente donde no queda ni tiempo ni energía para guardar las apariencias- aún hoy me sorprendo a mí mismo pensando que todo sería perfecto si solamente hubiera vivido en aquel pintoresco refugio con esas alfombras a juego.
Sea lo que sea lo que podamos estar buscando, todos tendemos a satisfacer nuestros deseos mediante la persecución de imágenes: los símbolos de las cosas que deseamos. Compramos chaquetas de cuero cuando lo que queremos es rebelión y peligro. Compramos coches rápidos no con el propósito de conducir rápido, sino para recuperar nuestra juventud perdida. Cuando queremos una revolución mundial, compramos panfletos políticos y pegatinas impactantes. De algún modo asumimos que el hecho de tener todos los accesorios “necesarios” hará que nuestras vidas sean perfectas. Y cuando construimos nuestras vidas, lo hacemos a menudo de acuerdo con una imagen, un patrón que ha sido diseñado para nosotros: hippy, hombre de negocios, ama de casa, punk.
¿Por qué pensamos tanto en imágenes hoy día, en lugar de concentrarnos en la realidad, en nuestras vidas y en nuestras propias emociones? Uno de los motivos por los que las imágenes han logrado tanta importancia en esta sociedad es que, al contrario que las actividades, las imágenes son fáciles de vender. La publicidad y el márketing, los cuales están diseñados para investir a los productos con un valor simbólico para atraer a los consumidores, han transformado nuestra cultura. Las empresas han difundido ya durante generaciones propaganda diseñada para hacernos creer en los poderes mágicos de las comodidades de sus productos: el desodorante ofrece popularidad, el soda ofrece juventud y energía, los pantalones vaqueros ofrecen atracción sexual. En nuestros trabajos, intercambiamos nuestro tiempo, energía y creatividad por la habilidad parar comprar estos símbolos -y seguimos comprándolos, aunque por supuesto, ninguna cantidad de cigarrillos es capaz de hacer a alguien sofisticado en realidad. Más que satisfacer nuestras necesidades, estos productos las multiplican: para conseguir satisfacerlas, acabamos vendiendo parte de nuestras vidas. Y seguimos dándole la vuelta, desconociendo ningún otro camino, esperando que el nuevo producto (libros de auto-ayuda, música punk-rock, esa cabaña para ir de vacaciones con alfombras a juego) sea el que lo arregle todo.
Nos convencen fácilmente para que persigamos estas imágenes porque, simplemente, es más fácil cambiar el escenario de tu alrededor de lo que es cambiar tu propia vida. ¡Cuántos problemas te ahorrarías, cuánto menos te arriesgarías si pudieras hacer que tu vida fuese perfecta solamente coleccionando los objetos adecuados! Sin necesidad de participación. La imagen viene a encarnar todas las cosas que deseas, y empleas todo tu tiempo y energía en tratar de cuidar todos los detalles habidos y por haber (el bohemio intenta encontrar la boina negra perfecta y la asistencia a las lecturas de poesía más indicadas -el frat boy1 tiene que ser visto con los amigos adecuados, en las fiestas adecuadas, bebiendo las cervezas adecuadas y llevando las camisas informales de vestir correctas) en lugar de perseguir nuestros propios deseos -ya que por supuesto es más fácil identificarte con una imagen prefabricada que con lo que quieres ser exactamente en la vida. Pero si de verdad tienes ganas de aventura, una chaqueta australiana de caza no será suficiente, y si quieres vivir un romance real, una cena y una película con la chica más popular del colegio puede que no sea bastante.
Fascinados tal y como estamos con las imágenes, nuestros valores giran en torno a un mundo que nunca podremos experimentar realmente. No hay manera de entrar en las páginas de la revista, no hay modo de ser el punk arquetípico o el ejecutivo perfecto. Estamos “atrapados” aquí fuera, en el mundo real, para siempre. Y aún así seguimos buscando la vida en las imágenes, en las modas, en los espectáculos de todo tipo, en cualquier cosa que podamos coleccionar u observar -en lugar de realizar.

BUSCAMOS LA VIDA EN LA IMAGEN DE LA VIDA

Observando desde fuera
Lo curioso sobre un espectáculo es cómo inmoviliza a los espectadores: igual que la imagen, centra su atención, sus valores, y finalmente sus vidas en torno a algo externo a ellos mismos. Los mantiene ocupados sin hacerlos activos, los mantiene con la sensación de estar involucrados pero sin darles el control. Tal vez puedas pensar mil ejemplos distintos: programas de televisión, películas de acción, revistas con las últimas noticias sobre la vida de famosos y super-estrellas, ver deportes, la “democracia” representativa, la Iglesia Católica.
Un espectáculo también aísla a las personas cuyas atenciones distrae. Muchos de nosotros sabemos más sobre los personajes de ficción de telecomedias que lo que sabemos de la vida y amores de nuestros vecinos -ya que incluso cuando hablamos con ellos, lo hacemos sobre espectáculos televisivos, las noticias y el tiempo; así son las verdaderas experiencias y la información que compartimos en común como espectadores de los mass-media y que sirven para separarnos a unos de otros. Es lo mismo que un gran partido de fútbol: todo el mundo que observe desde las gradas no es nadie, sin importar quiénes sean. Puede que estén sentados uno al lado del otro, sin embargo todos los ojos están enfocados en el campo. Si uno le habla a otro, casi nunca es sobre la otra persona, sino sobre el juego que está teniendo lugar ante ellos. Y aunque los aficionados al fútbol no puedan participar en lo que ocurre en el juego que observan, ni ejercer ninguna influencia sobre ellos, le atribuyen suma importancia y asocian sus propias necesidades y deseos con el resultado del partido de la forma más extraña. En lugar de concentrar su atención en cosas que tienen una influencia real en sus deseos, reconstruyen sus deseos para que giren alrededor de las cosas a las que prestan atención. Su forma de hablar incluso mezcla los logros del equipo con quien se identifican con sus propias acciones: “¡hemos marcado!” “¡hemos ganado!” gritan los fans desde sus asientos y sillones.
Esto establece un duro contraste con el modo en que la gente habla sobre lo que ocurre en nuestras ciudades y comunidades. “Están construyendo una carretera nueva”, solemos decir acerca de los nuevos cambios en el vecindario. “¿Qué será lo próximo que harán?” decimos de los últimos avances tecnológicos. Nuestro modo de hablar revela que asuminos el papel de espectadores en nuestras propias sociedades. Pero no son “Ellos”, esa Misteriosa Otra-Gente, quienes han hecho que el mundo sea como es -somos nosotros mismos. Ningún pequeño grupo de científicos, urbanistas ni ricos burócratas podría haber realizado todo el trabajo y haber llevado a cabo la invención y la organización que se ha precisado para transformar el planeta; lo hemos hecho y seguimos haciéndolo todos nosotros, trabajando juntos, para lograr esto. Nosotros somos quienes lo llevamos a cabo, cada día. Y aún así tenemos la impresión de sentirnos con mayor control sobre un partido de fútbol que el que tenemos sobre nuestras ciudades, trabajos, e incluso nuestras propias vidas.
Podemos lograr mayor éxito en nuestra persecución de la felicidad si empezamos a intentar participar realmente en ella. En lugar de tratar de ajustarnos a las imágenes, podemos buscar emocionantes y gratificantes experiencias; la felicidad no se alcanza según lo que tengas o lo que parezcas, sino según lo que haces y cómo te sientes. Y en lugar de aceptar el rol del pasivo espectador de deportes, de la sociedad y de la vida, corresponde a cada uno de nosotros imaginarnos cómo jugar un papel activo e importante en la creación de los mundos exteriores e interiores a nosotros. Tal vez algún día podamos construir una nueva sociedad en la que estemos todos involucrados en las decisiones que afectan a nuestras vidas; entonces será cuando podamos elegir libremente nuestros propios destinos, en lugar de sentirnos incapaces y desamparados.

¿Para qué hacer nada si nadie nos mira?

Todos queremos ser famosos, ser vistos, inmortalizados en los medios de comuncación, porque confiamos más en lo que vemos que en lo que vivimos realmente. De algún modo le hemos dado la vuelta a todo y las imágenes nos parecen más reales que las experiencias. Para saber que existimos de verdad, que en realidad importamos, necesitamos ver fantasmas nuestros conservados en fotografías, en programas de televisión y en grabaciones con cámara, en el ojo público.

Y cuando te vas de vacaciones, ¿qué ves? Montones de personas con cámaras de vídeo pegadas a sus caras, como si quisieran absorber todo el mundo real y guardarlo en el mundo de imágenes bidimensionales, empleando su “tiempo libre” en ver el mundo a través de una pequeña lente de cristal. Seguramente, convirtiendo todo aquello que podrías experimentar con los cinco sentidos en información grabada que solamente puedes observar a distancia, separado, nos ofrece la ilusión de tener el conrtol de nuestras vidas: podemos rebobinarlo y volverlo a poner, una y otra vez, hasta que todo parezca ridículo. Pero, ¿qué tipo de vida es ésa?

“¿Para qué mirar nada si nadie actúa?”

Extraído de: Sonríe o Muere